Historia del movimiento feminista

Las etapas del movimiento feminista: No existe una única categorización para establecer las distintas etapas del movimiento feminista ya que, entre otras cosas, siguió caminos distintos según el país en el que se dio. Según la escritora y filósofa francesa Simone de Beauvoir, la opresión de la mujer comenzó en algún momento de la Edad de Bronce, cuando las mujeres se quedaron excluidas de las expediciones de guerra, momento en el que consideró «superior el sexo que mata, no el que engendra».



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El feminismo pre-moderno

Antigüedad

Pese a que no podemos hablar de feminismo como tal hasta prácticamente el siglo XIX, lo cierto es que muchas mujeres fueron conscientes de su situación de inferioridad, de su desigualdad y de su opresión a lo largo de la Historia y alzaron su voz de distintas formas.
En la Antigüedad hubo mujeres como Aspasia de Mileto, quien defendió la educación de las mujeres o Hypatia de Alejandría, una matemática asesinada por monjes que temieron el peligro que podía suponer una mujer sabia. También la filósofa Hiparquía, que vestía como un hombre para no seguir las tradiciones de la sociedad griega. Cuando Teodoro el Ateo, que se mofaba de ella, le preguntó por qué no se dedicaba a las tareas propias de su sexo Hiparquía le respondió: «¿Crees que he hecho mal en consagrar al estudio el tiempo que, por mi sexo, debería haber perdido como tejedora?».

Edad Media

Durante la Edad Media podríamos destacar a dos mujeres que se salieron de la norma: La primera, Guillermine de Bohemia, que en el siglo XIII fundó una iglesia solo para mujeres y terminó denunciada por la Inquisición; la segunda, la filósofa y poetisa Christine de Pizan, considerada la primera escritora profesional de la historia. Su obra más conocida es La ciudad de las damas, publicada en 1405, por la que, además, también se la considera la precursora del feminismo occidental. Planteaba abiertamente la misoginia masculina, denunciaba la existencia de hombres que criticaban sin motivo a las mujeres y defendía la independencia femenina. Lo más revolucionario de su pensamiento era la teoría de que esta inferioridad que se atribuía a las mujeres no era la condición natural de estas, como decían los hombres, sino consecuencia de su falta de educación. En palabras de Simone de Beauvoir «fue la primera vez que vimos a una mujer tomar su pluma en defensa de su sexo».
Pizan inició un importante movimiento: La querelle des femmes (La querella de las mujeres), un debate literario y académico que abarcó desde finales del siglo XIV hasta La Revolución Francesa y surgía entorno a la defensa de la capacidad intelectual de las mujeres, de su derecho a acceder a las universidades (aparecidas a partir del siglo XII). Como Pizan, el movimiento afirmaba que la capacidad de las mujeres no era una cuestión de naturaleza, sino una cuestión social. La querella generó debates, tertulias y escritos durante varios siglos.

Edad Moderna

Con la llegada de la Edad Moderna y el Humanismo cobró fuerza la idea de que la cultura, el saber y la educación eran algo universal y la mujer vio cambiar tímidamente su condición.  Por su parte, el protestantismo también tuvo su papel; aunque los protestantes no veían bien los movimientos de mujeres y sus peticiones, lo cierto es que trajo consigo una nueva visión de la mujer y propició que las mujeres tomasen conciencia de su situación.  De hecho, algunas ramas como los cuáqueros sí hicieron una revisión más inclusiva para las mujeres. Entre las mujeres que podríamos destacar se encuentra Agripa de Nettesheim, que escribió un tratado sobre la nobleza del «sexo femenino» en 1510.


Primera ola: el feminismo ilustrado (desde la Revolución Francesa hasta mediados del siglo XIX)

 «Sin derechos civiles para las mujeres no hay revolución»

Aunque tal vez todavía no pueda hablarse de un movimiento feminista organizado sino de algo más bien de carácter individual o aislado, lo cierto es que, especialmente en Francia y en Inglaterra, entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX se comenzó a gestar la idea de que las mujeres no estaban reconocidas como merecían en muchos aspectos. La condición de inferioridad de las mujeres no era una cuestión natural sino que era producto de un deficiente y limitado acceso a la educación.
Por ello, reclamaron igualdad de oportunidades. Herederas de La querella de las mujeres, las mujeres ilustradas desarrollaron su debate en torno al acceso de las mujeres a la educación y a la ciudadanía —centrando el debate en la igualdad de inteligencia —para superar su condición de subordinación frente a los hombres. . Las mujeres se amparaban en las propias reivindicaciones del Siglo de las Luces, aunque muchos autores como Rousseau dejaron a las mujeres en un segundo plano.

Olimpia de Gouges

Durante la Revolución Francesa (1789) las mujeres lucharon hombro con hombro con los hombres revolucionarios por las máximas que se entonaron aquellos días: «Libertad, igualdad, fraternidad». Participaron en los discursos políticos, en los clubes republicanos, en la macha a Versailles para apresar a la monarquía y en la toma de la Bastilla. Las ciudadanas también presentaron en 1789, ante la Asamblea Francesa, el Cahiers de doléances, o cuadernos de reformas, en los que pedían el derecho al voto, la reforma de la institución del matrimonio y la custodia de los hijos, además del acceso a la educación.
Sin embargo, autores liberales como Jean-Jaques Rousseau terminaron por arrinconar a las mujeres dentro del nuevo estado liberal. Algunas voces discordantes que sí defendieron los derechos de las mujeres fueron autores como John Stuart Mill o Nicolás Condorcet, padre el laicismo en la enseñanza. Escribió en 1790 el ensayo «Sobre la admisión de las mujeres en el derecho de la ciudad». En su «Carta de un burgués de Newhaven a un ciudadano de Virginia» (1787) escribió: «Los hechos han probado que los hombres tenían o creían tener intereses muy diferentes de los de las mujeres, puesto que en todas partes han hecho contra ellas leyes opresivas o, al menos, establecido entre los dos sexos una gran desigualdad»
En 1789 se promulgaba la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Pero era eso, del hombre. Y del ciudadano. No de la mujer. Ni de la ciudadana. Como respuesta, Olimpia de Gouges escribió y publicó en 1791 la Declaración de Derechos de la Mujer y la Ciudadana. Olimpia reivindicaba la independencia de la mujer frente al hombre, la aplicación de las mismas normas legales, la libertad de expresión y la igualdad en los derechos económicos.  Por sus ideales, en 1793 fue guillotinada; una triste ironía ya que defendió con ahínco que si la mujer podía  subir al cadalso, también se le debería reconocer el derecho de poder subir a la Tribuna. Subir, subió. Pero no vio sus derechos reconocidos.

Mary Wollstonecraft

En Inglaterra la figura más relevante de este momento fue  Mary Wollstonecraft, autora de la emblemática —y considerada la que da inicio al movimiento feminista— Vindicación de los derechos de la mujer (1792). Esta vindicación[1] se centraba principalmente en los derechos económicos y políticos: reivindicaba también la independencia de la mujer frente a los hombres, en concreto frente a los maridos a los que las mujeres estaban totalmente sometidas física y legalmente, e iba más allá: pedía el acceso igualitario de las mujeres a la educación. Su gran aportación fue plantear si el papel de las mujeres era algo «natural» o era producto de la falta de igualdad.
Casi como una norma que se sucedió en cada etapa, a un periodo de cambio y avances le siguió uno de retroceso: no solo no se les concedieron los derechos que reclamaban, sino que se las oprimió todavía más. En 1793 se cerraron los clubes femeninos, se prohibió la libre asociación de mujeres al no permitir reuniones de más de cinco de ellas, se les negó el acceso a las asambleas políticas y, en 1795, el Código Napoleónico establecía la obediencia de la mujer al marido dentro de los contratos matrimoniales.  Este código, así como sus copias en otros países, estuvo vigente más de cien años, con lo que ello supuso para las mujeres.

Segunda ola: el feminismo sufragista (desde mediados del siglo XIX hasta el final de la Segunda Guerra Mundial)
«Sin derechos políticos para las mujeres no hay paz ni democracia» 

Aunque se reivindicaron muchos aspectos,  el principal reclamo de las mujeres en este periodo fue el derecho a voto y a la participación política. La obra El sometimiento de la mujer de John Stuart Mill y Harriet Taylor (1869) se considera la obra que sienta las bases del sufragismo, una corriente que cobró especial fuerza en Estados Unidos e Inglaterra.
La Revolución Industrial supuso una transformación en la vida de las mujeres, y es que las migraciones del mundo rural al mundo urbano fomentaron un cambio de paradigma. Hasta la fecha, hombres y mujeres habían trabajado en el mismo lugar; en el campo, en los talleres artesanos, en los comercios familiares, etcétera. Ahora, la brecha se acrecentaba. Los hombres pasaban a trabajar a las fábricas y las mujeres se quedaban en casa, agudizándose la diferencia entre el trabajo dentro de casa (el doméstico) y el de fuera (el de fábricas). En este contexto, el trabajo de las mujeres se consideró inferior, ya que no producía dinero. Hablamos de las clases trabajadoras, ya que en las clases altas que la mujer se quedase en casa, dedicada a las labores de su sexo, era sinónimo de poder adquisitivo. Sin embargo, y al contrario de lo que pueda parecer, el acceso de las mujeres al trabajo en las fábricas no mejoró su situación: trabajaban más horas (a las que debían sumar el trabajo doméstico no remunerado ni reputado) y cobraban menos. Con el tiempo eso recibió un nombre: la doble jornada.
En ese ambiente de opresión surgieron movimientos feministas que involucraron a las clases altas y a las bajas. No obstante, las mujeres de este periodo vindicaban a la mujer a través de cualidades consideradas positivas de su sexo, especialmente la templanza, pero a su vez también mostraban que eran capaces de llevar a cabo enérgicas protestas y un activismo realmente beligerante.

Feminismo liberal

El feminismo liberal buscaba reformas políticas que permitiesen a las mujeres elegir y ser elegidas: no cuestionaba el sistema político, lo que pedía era participar en él.  Sus demandas se centraban en la obtención de igualdad en temas como el derecho a la propiedad, a la disposición de sus bienes y salarios (que, aunque ganaban ellas, administraban sus padres o maridos), la igualdad de derechos (y el trato) dentro del matrimonio y, a partir de la se segunda mitad del siglo XIX, el derecho al voto. El sufragio femenino dio lugar al que fue, probablemente, el mayor movimiento feminista de la historia: el sufragismo. Aunque no el único.
En Estados Unidos se habría fraguado un clima propicio para el surgimiento de movimientos feministas gracias a la participación de las mujeres en la vida pública, el acceso a la educación o la reforma moral de la sociedad que tuvo lugar en aquellas décadas. Las mujeres comenzaron adscribiéndose a movimientos sociales como el abolicionismo, que pedía terminar con la esclavitud, un movimiento en el que las mujeres norteamericanas fueron tremendamente activas, pero tremendamente menospreciadas también.

Lucretia Mott y Elizabeth Cady Stanton

En el año 1840 se celebró en Londres la Convención Internacional Antiesclavista, en la que participaron representantes de todo el mundo y a la que acudieron 6 delegados estadounidenses: cuatro de ellos eran mujeres, entre las que se encontraban Lucretia Mott y Elizabeth Cady Stanton. No se les permitió participar alegando que la constitución física de las mujeres no era apta para las reuniones públicas o de negocios.
Este hecho marcó el inicio del movimiento sufragista en Estados Unidos: ocho años después, el 19 y 20 de julio de 1848, las mismas Lucretia Mott y Elizabeth Cady Stanton organizaron la Convención de Séneca Falls, en Nueva York. Acudieron al encuentro más de 200 hombres y mujeres pertenecientes a movimientos sociales y organizaciones diversas.
Como resultado se publicó la Declaración de Sentimientos de Seneca Falls, un documento inspirado en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos donde se denunció lo recogido por los testimonios de aquellos dos días: las restricciones sociales y políticas de las mujeres, el no derecho al voto o a participar y presentarse en las elecciones, a ocupar cargos públicos y a afiliarse a organizaciones políticas. Se trata de otro texto considerado fundacional del movimiento feminista. Reclamaban la independencia de la mujer respecto al padre primero y al marido después, así como el derecho al trabajo (al que daban prioridad por encima del voto).
La declaración se resumió en doce puntos o principios que exigían cambios en las costumbres y la moral de la época y en la consecución de la plena ciudadanía de las mujeres. Si los estadounidenses se había considerado oprimidos por la monarquía inglesa y se habían liberado, las mujeres de Seneca Falls se consideraban oprimidas por el Estado y por el hombre, y habían decidido liberarse.

Sojouner Truth

Sin embargo, no serían las únicas mujeres en alzar la voz; si las mujeres de clase-media alta estadounidenses consideraban que su situación no era la que merecían, las mujeres negras de Estados Unidos tenían mucho que decir también. Importantísima es la figura de Sojourner Truth y recordadas serán sus palabras Ain’t I a Woman? en 1851. Nacida como esclava, se liberó y se convirtió en la primera mujer negra en ganar un juicio contra un hombre blanco.
En 1870 se aprobó la Decimoquinta Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, que otorgaba el voto a los hombres negros. Los hombres negros consiguieron el voto antes que las mujeres, que llegó con la Decimonovena Enmienda, en 1920.

Las Suffragettes

A su vez, en Inglaterra surgieron las suffragettes; mujeres de clase media alta, activistas de los derechos civiles, que buscaban el grueso de sus afiliadas entre la clase obrera femenina explotada en las fábricas. Los nombres más destacados de este periodo son el de Emmeline Pankhurst y sus hijas, Sylvia y Christabel, aunque no fueron las primeras:  en el año 1855 Barbara Leigh Smith fundó una escuela para mujeres y, en el año 1882, consiguió que las mujeres casadas tuviesen derechos económicos. Una vez conseguido esto, pasó a pedir el voto.
Las sufragistas llevaron el movimiento al terreno del activismo y demostraron un enorme poder de asociación y de lucha: sus acciones iban desde la no violencia (manifestaciones, tiradas de panfletos, mítines, interrupción de mítines y reuniones masculinas, encadenarse en lugares públicos,  ) hasta acciones más radicales (rotura de mobiliario urbano —especialmente escaparates de comercios—, detonaciones para cortar las comunicaciones —buzones de correos—, desobediencia civil o llamada a la violencia) que no solo les llevaron a la escisión del movimiento, sino a la detención de miles de ellas. Muchas iniciaron durísimas huelgas de hambre en prisión, donde era tratadas de forma humillante y alimentadas a la fuerza. Fue la época de la  ley Gato y ratón (Cat and Mouse Act), la cual permitía poner en libertad a suffragettes que estuvieran enfermas debido a las huelgas de hambre, para volverlas a arrestar en cuanto participaban en actos públicos. Emmeline Pankhurst estuvo en numerosas ocasiones en la cárcel, siendo liberada otras tantas a consecuencia de su precario estado de salud. El acto más radical lo llevó a cabo Emily Wilding Davison: el 4 de junio de 1913 se arrojó delante del caballo del rey Jorge IV durante el Derby de Epsom. Murió cuatro días después a causa de las heridas sufridas y su muerte conmocionó al mundo entero. Al funeral acudieron cientos de miles de personas, no solo mujeres, y fue portada de la prensa internacional. Su lápida lleva el lema UPSM, «Hechos, no palabras».
Para principios del siglo XX los dos movimientos, el radical y el moderado, unieron sus fuerzas y se consiguió avanzar en la carrera por el voto femenino. Las mujeres inglesas consiguieron el voto en 1918, para las mayores de 30 años. Los hombres podían votar a los 25, pero a las mujeres de entre 25 y 30 se las consideraban demasiado 'frívolas' para ejercer el voto. En 1925 consiguieron los derechos sobre sus hijos (hasta entonces totalmente en manos del marido) y, en 1928, el voto en igualdad de condiciones con los hombres.

Feminismo socialista

Por su propia ideología, el feminismo encontró parte de su camino junto al socialismo. Las mujeres de este movimiento pedían, además de la igualdad entre sexos, igualdad entre clases sociales. Las mujeres socialistas vieron que en las primeras teorías del socialismo los dirigentes del mismo no se preocupaban por la igualdad entre hombres y mujeres.  Al hecho de ser mujer, postulaban, había que sumar otras condiciones que aumentaban la situación de discriminación que vivían: las clases sociales y la procedencia. Con el tiempo, el socialismo incluyó a las mujeres y la igualdad de sexos en su programa político. Sin embargo, no se cuestionaba que las mujeres fuesen madres y esposas ante todo y como algo 'natural' y se comenzó a propagar el discurso de la excelencia de las mujeres (tan arraigado y tan de moda en la Edad Media).
Las feministas socialistas criticaban el feminismo liberal por considerarlo un feminismo 'burgués', aunque también participaron en los movimientos sufragistas que pedían el voto femenino.  Mujeres relevantes de este periodo fueron Flora Tristán, Alexandra Kollantai y su concepto de «mujer nueva», Clara Zetkin y, sin identificarse explícitamente como feminista, Rosa Luxemburgo.

Feminismo anarquista

Las feministas anarquistas se distinguían por el lema «Ni Dios ni Marido, ni Patria ni Marido» y hacían especial hincapié en el esfuerzo personal de las mujeres por acabar con el sistema que las oprimía. Una de sus principales propulsoras, Emma Goldman, no creía que el acceso al trabajo solucionase los problemas de discriminación que sufrían las mujeres.
Curiosamente, dentro del movimiento anarquista fue donde las mujeres encontraron una oposición más férrea. Pierre-Joseph Proudhon, padre del anarquismo junto con Bakunin, fue un importante detractor del acceso de las mujeres a la educación. Apelaba a la inferioridad física, intelectual y moral de las mujeres para considerar que su papel clave era en el hogar, donde prevalecían bajo la autoridad del marido.
Pierre-Joseph Proudhon fue un importante detractor del acceso de las mujeres a la educación y uno de los intelectuales del siglo XIX que más atacó al feminismo declarando la inferioridad física, intelectual y moral de la mujer. Consideraba que el papel clave de la mujer era en el hogar donde prevalecía la autoridad del varón. En su obra La pornocracia o las mujeres en los tiempos modernos (1875), escribió: «Digo que el reinado de la mujer está en la familia; que la esfera de su irradiación es el domicilio conyugal; que de esta suerte el hombre, en quien la mujer debe amar no la belleza, sino la fuerza, desarrollará su dignidad, su individualidad, su carácter, su heroísmo y su justicia».
Encontró detractores a su discurso no solo entre las mujeres anarquistas, sino entre los hombres, como Joseph Déjacque o André Léo, quienes creían que los ámbitos políticos y privados eran indisociable, que no se podía ser anarquista sin ser feminista y que, al negarles los derechos a las mujeres, se comportaba «igual que sus amos».

Tercera ola: el feminismo contemporáneo o radical (desde las revoluciones de los años 60 hasta la actualidad)

«Sin derechos sociales para las mujeres no hay derechos humanos ni justicia»

Una vez conseguida la igualdad en el voto (a partir de la segunda década del siglo XX y en adelante según cada país en concreto), así como otros avances de carácter político, las mujeres, aún oprimidas en otros muchos aspectos, tuvieron que  reformular la lucha y los objetivos de esta. Algunos reductos quedaron en pie pero, en líneas generales, entre el  inicio de la Primera Guerra Mundial y el comienzo de los años 60 los movimientos feministas perdieron fuelle y quedaron relegados a un segundo plano.
Al estallar la Primera Guerra Mundial la mayoría de las mujeres abandonaron sus propias reivindicaciones y se sumaron a la causa nacional en la que colaboraron, irónicamente, como mano de obra sobre todo en fábricas; en aquellos puestos que los hombres habían dejado vacíos al marchar al frente.  Las mujeres siguieron activas, pero se centraron en movimientos feministas, sino sociales; trabajaban en causas relacionadas con el bienestar y la paz, en la línea de la imagen que se tenía —y se esperaba— de las mujeres: cuidados, benevolencia, templanza y labores de 'asistencia' propias de su sexo.
Finalizada la Primera Guerra Mundial se llevaron a cabo tímidos avances en el plano de las reivindicaciones feministas: ejemplos son la Liga Mundial por la Reforma Sexual celebrada en 1929 o la obra de Virginia Woolf, quien en 1938 publicó Tres guineas, un escrito en el que reivindicaba el feminismo como camino para alcanzar la paz y en el que asociaba las guerras y los nacionalismos con la virilidad.
A este breve periodo de resurgimiento le siguió un nuevo conflicto social, la Segunda Guerra Mundial, durante la cual las mujeres terminaron por olvidar —y abandonar—  toda lucha y reivindicación como colectivo; muchas se volvieron a convertir en mano de obra y, acabada la guerra, volvieron a pasar por el trago de verse despojadas de los trabajos que habían desempeñado. Los hombres regresaron y las mujeres fueron apartadas del trabajo fuera de casa; los gobiernos consideraban que esos puestos debían volver a los hombres para recuperar el equilibrio existente antes de la guerra. Las mujeres 'recuperaron' sus casas y  sus roles de esposas y madres ya que aquello era lo que les pedían los gobiernos para la también recuperación del país.
Por ello, como apuntan las autoras de esta ola, el periodo que va desde la Segunda Guerra Mundial hasta mediados de los años 60 supuso un interregno en el que se volvió a los valores tradicionales de la domesticidad y lo que Betty Friedan llamó «la mística de la feminidad». Los años cincuenta crearon un prototipo de femineidad que se propagaba en la televisión, el cine y en los medios de comunicación. Y que se exportaba al extranjero como algo maravilloso. Las mujeres no podían pedir más, porque lo tenían todo: electrodomésticos de última generación, casas con jardín en barrios residencias, modernos coches, revistas que se preocupaban por ellas y les enseñaban cómo cuidar de los hijos  de forma científica y cómo llevar la economía doméstica de forma prácticamente profesional. Eran las reinas de sus casas.
En la década de los años 60 surgieron los movimientos antisistema, pacifistas y antirracistas derivados de la disconformidad ante las guerras (de Vietnam, por ejemplo); se produjeron acontecimientos como el Mayo del 68 y las protestas de los afroamericanos. Aparecieron entonces nuevas corrientes feministas que ahora luchaban ya no por la igualdad política y los asuntos legales (el voto, el derecho a la propiedad, a gestionar el propio salario, al acceso a las universidades y a los trabajos), sino por la igualdad social y cultural también: se llamó Movimiento de la Mujer o de liberación de la mujer y duró hasta los años 80 y 90.
Esta nueva etapa centró sus esfuerzos en acabar con la desigualdad no oficial (la discriminación por sexo en el trabajo, en la familia) y en la consecución de los derechos sexuales (planificación familiar, reproducción, aborto). Se exigieron derechos civiles, de reproducción y la paridad política.
Para todo ello, se debía terminar con la idea de la mujer como estereotipo sexual en los medios de comunicación, en el arte e, incluso, en la publicad.  Se pedía la abolición del patriarcado, que ahora veremos, ya que se llegaba a la conclusión de que más allá del derecho al voto, la educación y otros logros de las primeras feministas, el patriarcado era la estructura social la que provocaba desigualdades y que seguía estableciendo jerarquías que beneficiaban a los varones.  Se enarboló el lema «lo personal es político» bajo el que se debatía la sexualidad femenina, la violencia contra la mujer, la salud femenina, el aborto o la contracepción, entre otros. Las cosas que se consideraban personales, como el sexo  y la sexualidad, eran las que, a la postre, oprimían a las mujeres y las discriminaban también en el plano político.
A partir de los años 80 (que algunas autoras engloban dentro de la tercera ola y otras como el inicio de una —posible— cuarta) adquirieron especial relevancia las diversidades femeninas (no existía un único tipo de mujer, ni de feminidad, se dio voz a los colectivos LGBT, al multiculturalismo y la solidaridad femenina.

Feminismo liberal

Dos de las autoras clave de esta etapa, ambas pertenecientes a la rama del feminismo liberal, curiosamente escribieron sus obras en el mencionado interregno. La primera de ellas es Simone de Beauvoir con su obra El segundo sexo, publicada en 1949 y considerada una de las obras clave de la Tercera Ola del feminismo. La máxima de esta obra, y del pensamiento de Beauvoir, era «Mujer no se hace, se nace» en referencia a que todo aquello que se consideraba natural en las mujeres no era más que una construcción social y artificial. Consideraba que se había edificado todo un disfraz alrededor de lo que se suponía que era la propia identidad femenina, indesligable de todas las mujeres.
La segunda autora es Betty Friedan y su obra La mística de la feminidad, publicada en 1963. Otra de las obras cumbre de la Tercera Ola, un poco posterior, y en la que se analizan las causas de lo que se llamó «el problema sin nombre». Friedan planteaba esa vuelta a la domesticidad y la feminidad de los años 50 mencionada anteriormente y abordaba las causas de la insatisfacción y el malestar que sufrían mujeres que se suponía debían ser felices ya que eran el modelo perfecto y cumplían con todas las aspiraciones posibles.
Como  hemos visto, una vez terminadas las guerras y superada la crisis económica derivada de estas, las mujeres americanas volvieron a sus casa para ser esposas y madres perfectas y cariñosas, entregadas, serviciales, abnegadas y sin un atisbo de independencia económica.  Parecía que tenían la vida perfecta, una vida que se vendía así en revistas, televisión, anuncios de productos de consumo —y que se exportaba al extranjero— que harían sus vidas mejores; pero lo cierto es que un gran porcentaje de estas mujeres sufría «el problema que no tiene nombre»: depresión, ansiedad, estrés, irritabilidad, trastornos de personalidad, alcoholismo y, en casos más extremos, intentos de suicidio. Detrás de todo el halo de avance en la vida de las mujeres se escondía un sistema patriarcal que volvía a controlarlas. O seguía haciéndolo.

Feminismo radical

En la década de los años 70 el feminismo evolucionó en feminismo radical. Mientras el liberal se centraba más en la economía y en la política sin replantearse el modelo vigente, el radical buscaba la raíz del problema y la encontraba en el propio sistema: el patriarcado. El sistema patriarcal como el aglutinador de distintos aspectos que oprimen a la mujer: el social, el político, el económico, el cultural, el sentimental. El patriarcado como sistema que domina sexualmente a las mujeres impidiéndoles disponer de la capacidad de decisión propia (aborto, heterosexualidad obligatoria) y que las utiliza como objetos de reclamo a través del consumo.  Feministas como Jo Freeman y Shulamith Firestone pidieron el aborto y la libertad de información anticonceptiva como formas de control sus propios cuerpos por parte de las mujeres.
El punto diferenciador del feminismo radical es que decidió avanzar en solitario: hasta entonces los movimientos feministas se habían apoyado en otros movimientos sociales (abolicionista, socialista, antirracista, estudiantiles, ecologistas) generalmente de izquierdas: ahora, conscientes de que la opresión la ejercen en muchos casos sus propios compañeros de movimiento, se organizaron de forma autónoma e independiente, sin hombres en sus filas.
Como hemos mencionado, el lema principal del feminismo radical fue «lo personal es político» y se centró en abordar las relaciones entre hombres y mujeres, entendiéndolas como relaciones políticas.  Entendía el concepto de poder no solo en las relaciones a gran escala (Estado-clase dominante) sino también en las relaciones de pareja y se concibió el patriarcado como estructurador de las relaciones de poder. Por ello, decidió emanciparse de la izquierda ya que no veía en esta un reconocimiento total de sus reivindicaciones y por ser un nicho en el que seguía imperando el poder masculino. Se empezó a abordar el tema de la violencia sexual y la violación como forma de control sobre las mujeres. Y se reflexionó sobre las discriminaciones cotidianas que sufrían las mujeres por su rol de mujer. Este fue el momento en el que aparecieron los conceptos de género —separado del sexo, es decir, separado de los aspectos puramente biológicos— y de conciencia de sexo, ya que el feminismo radical consideraba la sexualidad como una construcción política. Mujer y hombre son dos clases antagónicas y la imposición normativa de la heterosexualidad se sostiene para dividir en clases sexuales. Comenzarán las reivindicaciones por los colectivos LGBT.
El feminismo radical sigue vigente a día de hoy y sus feministas han llevado a cabo acciones muy comentadas como manifestaciones, machas, acciones directas, sabotaje de actos públicos, actos de desobediencia para llamar la atención sobre expresiones machistas concretas.
Las autoras representativas de este movimiento son Kate Millet y su Política Sexual y Shulamith Firestone y La dialéctica del sexo.

[1] Del lat. vindicāre.
tr. vengar. U. t. c. prnl.
tr. Defender, especialmente por escrito, a quien se halla injuriado, calumniado o injustamente notado. U. t. c. prnl.
tr. Der. Dicho de una persona: Recuperar lo que le pertenece.

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